La Bruja de la Luna de Miel

panda

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Elina, no era una bruja malvada, ni siquiera una bruja particularmente poderosa. Era, en realidad, una joven aprendiz de brujería con una inclinación por los vestidos vaporosos y un gato jengibre de nombre Azafrán. Su escoba, un robusto palo de avellano atado con cuerdas desgastadas, era su fiel compañera en sus vuelos nocturnos sobre el valle de Whisperwind.

Esta noche, sin embargo, era diferente. No era la búsqueda de ingredientes mágicos ni la práctica de hechizos lo que motivaba a Elina. Esta noche era la noche de la Luna de Miel, una luna enorme y dorada que solo aparecía una vez por década, bañada en una luz mágica capaz de cumplir un solo deseo por persona.

Elina llevaba meses preparándose. Había reunido hierbas de la suerte, plumas de búho y un pétalo de rosa de la flor más rara del valle, todas cuidadosamente guardadas en una pequeña bolsa de terciopelo. Su deseo no era riqueza, ni poder, ni inmortalidad. Su deseo era mucho más sencillo, pero no por ello menos profundo: deseaba encontrar el amor verdadero.


Azafrán, acurrucado en su hombro, ronroneó con aprobación ante la dulce expresión de su dueña. Elina, con su vestido de encaje y sus zapatos de tacón delicados, parecía una princesa de cuento de hadas más que una bruja. El viento le acariciaba el cabello mientras su escoba surcaba el cielo nocturno, guiada por la brillante luz de la Luna de Miel.

A medida que se acercaban a la cima de la montaña más alta del valle, Elina sintió un cosquilleo en su corazón. Allí, iluminado por la luz mágica, vio a un joven tocando un arpa de madera. Su música era tan hermosa que parecía tejerse en el mismísimo tejido del universo.

Elina aterrizó suavemente su escoba, Azafrán saltó y se frotó contra las piernas del joven. El sonido de la música se detuvo. El joven miró a Elina, y sus ojos se encontraron en una mirada que trascendía palabras. Era un joven herrero de pueblo cercano, de nombre Liam, reconocido por su corazón amable y su alma creativa.

No hubo necesidad de palabras. El deseo de Elina se había cumplido, no con un hechizo prodigioso o una intervención divina, sino con la magia de la Luna de Miel y el encuentro fortuito de dos almas destinadas a encontrarse. Esa noche, bajo la cálida luz de la Luna de Miel, la bruja Elina encontró algo mucho más valioso que cualquier hechizo: el amor. Y Azafrán, naturalmente, se convirtió en el padrino de su próxima boda.
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