El Crepúsculo Dorado de Almendra

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La brisa fresca de la tarde rozaba suavemente la cara de Isabel mientras su barca deslizaba por las tranquilas aguas del canal de Almendra. El sol poniente pintaba el cielo con tonos vibrantes de naranja y dorado, proyectando una cálida luz sobre la ciudad. Las fachadas de los edificios antiguos, con sus ventanas brillantes, reflejaban el resplandor como si la ciudad misma estuviera sonriendo al ocaso.
Acompañaban a Isabel otras mujeres, vestidas con ropas sencillas pero elegantes, sus sombreros de ala ancha protegiéndolas del sol poniente. Habían pasado el día juntas, compartiendo historias y risas mientras trabajaban en los telares de la ciudad. Ahora, en este tranquilo viaje por el canal, disfrutaban de un momento de paz antes de regresar a sus hogares.

El muelle, lleno de gente que volvía del día, bullicioso y vibrante, contrastaba con la serenidad de su barca. Eran escenas familiares para Isabel; cada rostro, cada movimiento familiar como las piedras del adoquín que formaban las calles de su ciudad.
Isabel miró a sus compañeras. Sus caras reflejaban una mezcla de cansancio y satisfacción. El día había sido largo y arduo, pero el vínculo entre ellas, forjado por el trabajo compartido y la amistad, se sentía más fuerte que nunca bajo el crepúsculo dorado. Sabían que mañana volverían a trabajar, a tejer los hilos que mantenían viva a Almendra, pero también sabían que estos momentos compartidos, estas pequeñas alegrías de la vida, eran igual de importantes.
El reflejo del sol en el agua parecía pintar sus propios recuerdos en el río. Mientras la barca se acercaba a la orilla, bajo el resplandor del crepúsculo, Isabel sintió una profunda sensación de gratitud, no sólo por el trabajo que las sostenía, sino por esos preciosos momentos de paz y compañía. Almendra, con su luz dorada, era su hogar, y ella, parte de su alma.
Acompañaban a Isabel otras mujeres, vestidas con ropas sencillas pero elegantes, sus sombreros de ala ancha protegiéndolas del sol poniente. Habían pasado el día juntas, compartiendo historias y risas mientras trabajaban en los telares de la ciudad. Ahora, en este tranquilo viaje por el canal, disfrutaban de un momento de paz antes de regresar a sus hogares.

El muelle, lleno de gente que volvía del día, bullicioso y vibrante, contrastaba con la serenidad de su barca. Eran escenas familiares para Isabel; cada rostro, cada movimiento familiar como las piedras del adoquín que formaban las calles de su ciudad.
Isabel miró a sus compañeras. Sus caras reflejaban una mezcla de cansancio y satisfacción. El día había sido largo y arduo, pero el vínculo entre ellas, forjado por el trabajo compartido y la amistad, se sentía más fuerte que nunca bajo el crepúsculo dorado. Sabían que mañana volverían a trabajar, a tejer los hilos que mantenían viva a Almendra, pero también sabían que estos momentos compartidos, estas pequeñas alegrías de la vida, eran igual de importantes.
El reflejo del sol en el agua parecía pintar sus propios recuerdos en el río. Mientras la barca se acercaba a la orilla, bajo el resplandor del crepúsculo, Isabel sintió una profunda sensación de gratitud, no sólo por el trabajo que las sostenía, sino por esos preciosos momentos de paz y compañía. Almendra, con su luz dorada, era su hogar, y ella, parte de su alma.
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