Lyra, la última de los caballeros de Eldoria, se arrodilló en el campo de batalla, la armadura manchada de sangre y polvo. A su alrededor, los cuerpos de sus camaradas yacían esparcidos, silenciosos testimonios de una batalla despiadada. El aire estaba cargado con el olor a hierro, humo y muerte. El sol poniente pintaba el cielo de tonos de fuego y sangre, un reflejo sombrío de la lucha que acababa de concluir.
Lyra había luchado con valentía, con una ferocidad digna de las leyendas de Eldoria. Pero la superioridad numérica del enemigo, sus terribles máquinas de guerra y la traición de un antiguo aliado habían resultado ser demasiado. Eldoria había caído.
Su lobo, Fenrir, se acurrucaba a su lado, su pelaje gris manchado de sangre, sus ojos ambarinos expresando una tristeza profunda que reflejaba la de Lyra. Fenrir había sido su compañero inseparable durante años, su confidente en las victorias y derrotas, un testigo silencioso de sus tribulaciones. Ahora, compartían el silencio desolador de una derrota abrumadora.
Lyra acarició a Fenrir, sus dedos temblorosos rozando su pelaje suave. El peso de su espada, una reliquia familiar, se sentía aún más pesada en su mano. No era solo el peso del metal, sino el peso de la responsabilidad, de la pérdida y del fracaso. Había luchado hasta el final, pero no había podido salvar a su pueblo.
Miró hacia los restos de la ciudad de Eldoria, sus muros derribados, sus torres en llamas; un testimonio mudo de u
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