El pequeño colibrí, apenas más grande que el dedo de un niño, se aferraba con todas sus fuerzas a una rama delgada y vibrante. El viento azotaba con furia, amenazando con arrancarla de cuajo y precipitarlo al vacío. A su alrededor, los árboles gigantes se doblaban bajo la tormenta, sus hojas crujían como un ejército de guerreros en batalla. El miedo, frío y punzante, lo paralizaba. Había llegado hasta allí con gran esfuerzo, superando obstáculos que parecían imposibles para su pequeño tamaño. Ahora, justo antes de alcanzar su meta, la duda le asaltaba. ¿Podría lograrlo? ¿Tendría la fuerza suficiente para continuar?
Cerró los ojos, respiró hondo y recordó la promesa que se había hecho. Recordó las innumerables veces que había caído, que se había sentido derrotado, pero que siempre, siempre, se había levantado. Su corazón, pequeño pero potente, latía con fuerza. No era sólo la supervivencia lo que lo impulsaba, era algo más profundo, un deseo inquebrantable de volar, de alcanzar la flor de fuego en la cima de la montaña, la flor que, según la leyenda, concedía la fuerza y el coraje necesarios para superar cualquier adversidad.
Con un último suspiro de coraje, desplegó sus alas. El viento lo empujaba, lo azotaba, pero él resistía. Sus pequeñas alas batían con una velocidad frenética, un zumbido agudo que se perdía en el clamor de la tormenta. Lentamente, imperceptiblemente al principio, comenzó a ascender. El miedo se desvanecía a medida que ganaba altura, reemplazado por una sensación de triunfo, de libertad.
Finalmente, llegó a la cima. La flor de fuego, brillante y radiante, lo esperaba. No era tan grande como él se lo había imaginado, pero su belleza y su aroma lo llenaron de una paz profunda. El pequeño colibrí había realizado su sueño, demostrando que incluso el ser más pequeño puede lograr lo imposible con determinación, coraje y perseverancia.
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