La máscara yace sobre el suelo fragmentado, como un espejo roto de una psique dividida. Su rostro, marcado por la dicotomía, nos interpela desde el abismo. En el lado oscuro, la sombra se adueña de la forma, ocultando secretos en sus profundidades, insinuando la existencia de verdades que preferimos ignorar. Los ojos, dos ascuas brillantes, observan sin parpadear, testigos silenciosos de la batalla eterna entre la luz y la oscuridad que libran nuestras almas.
La otra mitad, despojada de color, revela la fragilidad inherente a toda construcción. Las grietas que surcan su superficie son heridas de batallas pasadas, cicatrices de decepciones y desengaños. Sin embargo, la máscara no se disuelve en la desesperación; en cambio, parece irradiar una extraña belleza desde su imperfección. Es una lección muda: la integridad no reside en la perfección, sino en la aceptación de nuestras fracturas.
Esta máscara no nos ofrece respuestas fáciles. No es ni una simple advertencia ni una invitación vacía. Es un portal a la reflexión, una encrucijada donde debemos elegir si huir de la complejidad de la vida o abrazarla con valentía. Nos desafía a mirar más allá de las apariencias, a reconocer la dualidad que nos habita y a encontrar la armonía en la coexistencia de la luz y la sombra. Porque, al final, la verdadera sabiduría reside en comprender que la verdad no es un monolito, sino un mosaico de perspectivas, un caleidoscopio de experiencias que se entrelazan en la danza infinita del ser.
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