La última lluvia sobre el castillo de Bathory

El castillo de Bathory no era solo una prisión de piedra y mármol; era un mausoleo vertical levantado sobre el juramento familiar más antiguo y brutal. Amalia, la última de su linaje, había sido traída aquí como un peón, prometida al heredero de la casa, Vladislav. Ella sabía que su destino era un pacto maldito, destinado a perpetuar la condena ancestral.

Vladislav, el señor del castillo, era una criatura terrible de belleza perfecta. Sus ojos, profundos como pozos sin fondo, reflejaban la agonía constante de siglos de no-vida. La brutalidad de su condición no se manifestaba en la caza, sino en la lenta espera de su propia desintegración. Su unión con
Amalia estaba ligada a una prohibición sagrada: su amor era la única cosa que podía romper o sellar su maldición para siempre.

Se encontraban en la biblioteca olvidada, el único lugar donde la atmósfera era silenciosa y libre de la vigilancia de los guardias. Vladislav le confesó a Amalia el peso de la sangre que arrastraba su nombre; un pecado de canibalismo mágico que exigía sangre de su propia estirpe para sobrevivir. El amor que sentían era un acto de rebeldía contra su propia naturaleza.

Amalia, impulsada por una desesperación total, buscó una salida en la torre más alta. Allí encontró un manuscrito que describía un ritual oscuro que podía purificar la sangre ancestral. El precio era alto: no solo requería su corazón mortal como ofrenda, sino que condenaría a Vladislav a la muerte final. Pero ella quería ofrecerle un destino compartido, aunque fuera fugaz.



En esa madrugada, cuando la lluvia se abatió sobre el castillo con una fuerza fuerte y única, Amalia le reveló su plan. Vladislav, por primera vez en siglos, sintió una emoción que no era hambre. Rechazó el sacrificio. Su amor no sería la promesa rota de más sangre, sino la alianza final forjada en la renuncia. Ambos se quedaron bajo la última lluvia, aceptando su amor como un destino profundo y trágico.